Víctor M. Flores. Instituto de Estudios del Yoga
El yoga es una fuente viva de cultura. A lo largo de su dilatada vida, el yoga se ha ido modificando y enriqueciendo en base a sus practicantes y pensadores, pasando del dualismo al no dualismo, de la devoción al agnosticismo, de la ciencia al arte. No seré yo, un converso al budismo, el que critique a la conversión. Ni seré yo, un mestizo, quién se oponga al mestizaje tanto racial, musical como cultural. Amo a Oriente hasta sus tuétanos y a la India, universo al que somos deudores por otorgarnos una espiritualidad de manos de pensadores de la altura de Vivekananda o Gopi Krishna. Pero pienso que hace años que la serpiente de luz la ha abandonado, convirtiendo sus templos en los cuarteles de mercaderes espirituales y algunos de sus ashrams en cuevas de Alí Babá. El origen indio que certifican muchos maestros que visitan Occidente actualmente no es garantía ni de conocimiento ni de sabiduría.
He conocido grandes maestros espirituales en barrios neoyorquinos, en las afueras de Londres, en Ibiza. Más bien es la necesidad que tenemos de trascendencia la que hace que proyectemos esa imagen de magia que cualquier agencia de viajes hoy te ofrece a la altura de cualquier bolsillo.
Le tenemos un miedo tremendo a la libertad y no es de extrañar, porque implica responsabilidad. Es muy fácil dejar que nuestras acciones dependan de nuestros padres, nuestra pareja, nuestros jefes y cuando ya no dependen, buscar el abrigo en un gurú. ¡Es muy fácil ser esclavo! Olvidamos que el yoga libera si quieres ser liberado.
Observemos nuestro mundo, el que hemos creado: vivimos en una sociedad teledirigida dónde el criterio personal, el buen gusto y la cultura han sido sustituidos gradualmente por el Gran Hermano, el futbolista de prensa del corazón y la folklórica. Nunca el ser humano ha tenido tal acceso a la información gracias a internet, pero nunca el ser humano ha estado tan desinformado. Nunca el discernimiento se ha visto tan empequeñecido. Hoy el librepensador es un payaso de trapo abandonado en un rincón.
La prevalencia de la popularidad como ejemplo de éxito social, la presentación de personajes vacíos como virtud o la sexualidad convertida en anuncio nos ha llevado a altos niveles de frustración.
Pero esto en realidad siempre ha sido así. Es decir, las situaciones estresantes han existido siempre. El estrés no es un invento moderno ni es producto del ritmo de vida contemporáneo, aunque sin duda estamos alcanzando cimas peligrosas para nuestra estabilidad emocional justo cuando tenemos más herramientas para evitarlo. Esto nos conduce a tener ansias de Absoluto, impulsos mesiánicos, ganas enormes de romperlo todo y ser libres.
De todos los anhelos del ser humano es posiblemente la libertad el que más ha sido considerado como un elevado ideal. Cosa que además es lógica, debido a que sin ella otros ideales como la igualdad, la expresión artística o la fraternidad no hubieran sido alcanzables sin la libertad necesaria para desarrollarlos.
A lo largo de su historia, idealistas, revolucionarios, razas y naciones enteras se han abocado en despiadadas guerras para reclamarla o para cohibirla. De hecho hasta las más descaradas dictaduras se han purpurado como sus defensoras.
Desde joven el ser humano aprendió que si vivía en una tribu o en una familia era libre en función del grupo que marcaba la norma. Naturalmente, el ser humano tiene la capacidad de violar esta norma, pero esta violación no quedaba impune.
La libertad se convirtió así en lo que la norma permite, restringiendo a la libertad impulsiva al refugio del pensamiento donde atesora sus deseos, sus recuerdos, sus proyectos. Es aquí donde el ser humano se idealiza, sueña amores y construye mundos a su imagen y semejanza.
Si sólo en nuestra mente somos libres, el yoga es la gran herramienta de la libertad al permitir la expansión de la mente ilimitadamente. Frente a la norma o los mensajes de pecado religioso, la espiritualidad que ofrece el yoga aparece como la aceptación de lo que el hombre y la mujer es, buscando el equilibrio entre sus necesidades y sus posibilidades. Se alza como un defensor de nuestra naturaleza y de felicidad del individuo en esta vida y no en otra.
El mundo está viviendo un proceso de transformación de una sociedad hedonista a una sociedad más espiritual, más karmática. El retorno de lo sagrado femenino, del amor mágico, la sabiduría chamánica y de la sexualidad sagrada es inevitable.
No es fácil. No resulta sencillo ir más allá de la apariencia cuando se vive bajo la dictadura de la mediocridad cuyos mensajes son de gran pobreza.
El yoga medieval e hinduista supone la renuncia al goce de los sentidos con el objetivo de alcanzar una buena práctica espiritual, el desapego material y afectivo, la calma, el autocontrol de la sexualidad, la perseverancia en la práctica y la renuncia cómo vía para alcanzar esta liberación. Pero también es posible y alcanzable un camino medio, combinando su estricta disciplina con la libertad en esta vida si se aborda de forma consciente, observando también al cuerpo físico y su impulso más primario, cuerpo compuesto por la piel, los órganos, los músculos, el sistema óseo y al que no se le puede mirar con desprecio en comparación al cuerpo sutil e imperecedero al que denominamos alma.
Si renunciar a la conciencia implica brutalizarse, renunciar al cuerpo significa vivir como un impostor, convertirse en un talibán, salir de una cárcel para meterse en otra.
Vivir en el mundo de la conciencia no es sino aprender a renunciar a la renuncia. Siempre me terminaré mirando en las palabras del Buda cuando una turba de monjes le preguntó en su lecho de muerte ¿quién nos guiará?: "Se tú, tu propia lámpara".
Es lo que, particularmente, me hizo escapar de las sandalias del gurú de turno para beber de las fuentes del multigurú, a quien encuentro leyendo a Jung, Krishnamurti, pero también hablando con un taxista. El gurú que se cepilla los dientes, cada mañana, frente al espejo de mi cuarto de baño y que vive y ruge dentro.